7.2.
Relación entre publicidad y valores: origen y situación actual
Antes
de adentrarnos en el análisis de los valores que transmite la publicidad,
será preciso investigar primero cómo se ha forjado históricamente
esa relación entre los anuncios publicitarios y los valores culturales.
Una vez delimitada su evolución histórica, nos adentraremos en las
causas que actualmente consolidan esa relación. Y así dispondremos
del marco de referencias necesario para el análisis de los valores
en el discurso publicitario.
7.2.1.
Evolución de la publicidad televisiva
Aunque
presente en todo el abanico de los medios de comunicación, la proposición
de valores en los mensajes publicitarios ha sido especialmente creciente
en el medio televisivo. La televisión, merced a su enorme caudal
de recursos (música, imagen, sonidos, movimiento, etc.) ha consolidado
una publicidad cada vez más emotiva y espectacular en detrimento
de otra más informativa y racional. Y, al tratarse del "medio rey",
ha arrastrado tras de sí a los demás medios publicitarios, que han
adoptado la propuesta de valores como el modo más eficaz y directo
de diferenciar los propios productos y lograr una atractiva personalidad
de marca.
Esto
se ve con una claridad meridiana en la forma que ha evolucionado
la "apelación publicitaria al espectador" en nuestra televisión.
Desde las primeras emisiones de TVE en Prado del Rey -octubre de
1956- y durante toda la década de los sesenta, el medio televisivo
imponía tal respeto y autoridad, que no se discutían en absoluto
los postulados y afirmaciones de los mensajes publicitarios. La
inmadurez del público en el uso del televisor ataba de pies y manos
su capacidad crítica frente a los anuncios, y le impedía desarrollar
otra actitud que no fuera la sumisión total. De ahí que la publicidad
de entonces empleara fórmulas de tipo imperativo (frases autoritarias,
apóstrofes, sugerencias imperiosas) o abiertamente paternalistas
(sobre todo, en forma de consejos). Entre las primeras, estarían
los clásicos cierres publicitarios de la época: "Beba Cinzano",
"Venga al Corte Inglés", "Compre nuestros productos", "Visite nuestros
establecimientos".
En
los años setenta, sin embargo, surgió un tipo de apelación diferente.
Tras la crisis del petróleo, florece una amplia competencia en todos
los campos que obliga a una profunda diferenciación funcional de
los productos. Se busca la cualidad específica sobre las otras marcas:
se crean -o se aparentan crear- nuevos usos, nuevas prestaciones,
nuevas fórmulas. Fueron los años del anuncio demostrativo y del
anuncio implícitamente comparativo: "Compare nuestro detergente
X con su detergente habitual...". La apelación consistía, por tanto,
en la enumeración de cualidades. "Le ofrecemos más por menos precio;
consume menos gasolina a los 100 Km., y desarrolla una potencia
de 250 caballos...".
Pero,
con el tiempo, esta tendencia llegó al nivel de saturación. Los
publicitarios se dieron cuenta de que la tecnología había igualado
tanto los productos que era muy difícil distinguirse de la competencia
por algún aspecto estrictamente funcional. Por otra parte, descubrieron
también que el público no era capaz de retener tanta información
como quería transmitírsele en cada spot (descuentos, oportunidades,
prestaciones); eran demasiados datos para un espectador que está
acostumbrado a la pasividad. Los datos, las argumentaciones racionales
eran plenamente válidas para la publicidad en medios impresos (periódicos,
revistas), pero ya no tanto para el medio audiovisual, que tiende
a convertir todo en espectáculo. La imagen en movimiento induce
más a la fascinación, al ensueño y al sentimiento.
¿Cuál
fue el resultado? Si no era posible diferenciar al producto por
alguna cualidad propia y específica, se diferenciaría por una cualidad
ideal, onírica o añadida por el publicitario. Los mensajes de la
publicidad rodearon entonces al producto de valores socialmente
en alza, diferenciaron a los productos con valores o actitudes que
poco o nada tenían que ver con el producto en sí. Y, de este modo,
en los últimos veinte años hemos asistido a una publicidad que nos
vende valores y estilos de vida tanto o más como nos vende bienes
y servicios.
¿Qué
vende Coca-Cola? No un sabor distinto, ni una fórmula nueva, ni
un precio más asequible; en todo eso se diferencia poco de Pepsi.
Vende juventud: en todos sus spots, en todos sus mensajes. Desde
1968, la juventud es un valor emergente. Ya no son los adultos quienes
marcan el punto de referencia social, sino esa franja de edad con
la que todos quieren identificarse: todos quieren vestir como los
jóvenes, ser identificados como jóvenes. Coca-Cola recoge esa nueva
tendencia, asocia su producto a esa nueva aspiración, y lanza mensajes
paradisíacos, hedonistas y desenvueltos para apelar con eficacia
al espectador.
¿Qué
vende Marlboro? Pues ni más ni menos que un valor muy apreciado
por los adolescentes: la libertad, el dominio, la independencia.
Para un público todavía inmaduro, que no ha encontrado su lugar
en el mundo de los adultos ni tiene la tan ansiada seguridad profesional,
los anuncios de esta marca le ofrecen una recompensa emocional a
través de pequeñas historias que hablan de seguridad, de libertad,
de dominar un mundo salvaje y agreste.
¿Y
qué ha vendido Camel durante varias décadas? No un cigarrillo más
o menos suave, sino un valor muy concreto: "El sabor de la aventura";
es decir, evasión. En una sociedad tan tecnificada, tan llena de
polución y de estrés, la propuesta de aventuras, de reencuentro
personal con la libertad y con la naturaleza resultó una oferta
estimulante durante los años ochenta. La evasión -toda la publicidad
explota mucho este valor- era lo que realmente nos vendían sus anuncios.
Así, hasta que -a principios de los noventa- decidió cambiar su
posicionamiento y dirigirse a un público más joven, menos soñador
de aventuras exóticas. Sus campañas, centradas ahora en la mascota
de Joe Camel (convertida en muñeco de trapo) y con mensajes divertidamente
paternalistas ("No tires un Camel encendido por la ventana", etc.),
mostraron una actitud más escéptica, más desenfadada e irónica,
en un contexto deliberadamente urbano y juvenil. Habían cambiado
los valores de su campaña, aunque el producto seguía siendo el mismo.
La
publicidad televisiva, por tanto, se ha vuelto una suerte de comercio
de valores: una publicidad más simbólica que real, más emotiva que
racional; pero efectiva, al fin y al cabo. En todo caso, los ejemplos
mencionados apuntan al otro elemento que, junto a la nueva apelación
al espectador, condiciona la aparición de valores en la publicidad:
me refiero al fenómeno actual del marquismo.
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