Adquisición de conductas violentas con los videojuegos

La relación entre videojuegos y violencia ha sido habitualmente estudiada en el ámbito de la psicología, pero, por lo que tiene de aprendizaje conductual, también puede ser considerada desde el ámbito de la educación. De hecho, los primeros pedagogos que acometieron el estudio de los videojuegos se centraron precisamente los posibles efectos en relación con la conducta y, en general, con la agresividad. Sin embargo, ya entonces sus resultados se revelaron contradictorios.

Frente a la visión alarmista y negativa de los juegos electrónicos, se ha manifestado con rotundidad el investigador americano Funk (2000) en su comparecencia ante el Senado de ese país, tras los sucesos de Littleton. Tras un repaso de las investigaciones precedentes sobre los efectos en la conducta, Funk concluye que no existen datos suficientes que permitan sostener la hipótesis una relación directa entre violencia y videojuegos; y que, en consecuencia, es necesario realizar más investigaciones antes de hacer afirmaciones arriesgadas sobre su impacto.

El primer estudio “alarmista”, en este sentido, fue el de Calvert y Tan (1994), que compararon los efectos de los videojuegos violentos entre dos colectivos de adultos jóvenes. Los resultados indicaban que los estudiantes habituados a juegos de realidad virtual violentos tenían el pulso acelerado, experimentaban mayor cantidad de mareos y nauseas y, en un examen posterior, mostraban mayor cantidad de pensamientos agresivos que aquellos que habían utilizado juegos no violentos.

Un estudio posterior, realizado por Irwin y Gross (1995), intentó identificar los efectos de la violencia representada y utilizó para ello tanto juegos "agresivos" como "no-agresivos." Los niños que habían usado los juegos agresivos, en comparación con los que habían usado los juegos no-agresivos, mostraban mayor nivel de agresión física y verbal contra objetos inanimados y compañeros de clase durante una sesión recreativa posterior. Más aun, estos autores concluían que estas diferencias de comportamiento no estaban relacionadas con los rasgos de carácter (niños impulsivos / niños reflexivos) que habían sido previamente estudiados en cada uno de los sujetos analizados.

Kirsh (1997), por su parte, investigó también los efectos del uso de juegos violentos en contraste con otros no-violentos. Después de emplear unos y otros, realizó un cuestionario, a niños y niñas de tercer y cuarto grado, con una historia inventada. En tres de las seis preguntas, los niños que habían utilizado juegos violentos respondieron más negativamente que los otros acerca de las acciones perjudiciales del personaje cuya intención era deliberadamente ambigua. Estos resultados sugieren que los videojuegos violentos hacen a los niños más propensos a atribuir intenciones hostiles a los demás.

Frente a estos estudios, se sitúan otros que cuestionan los resultados negativos de los videojuegos. Uno de ellos es Cesarone (2000) quien repasa las investigaciones sobre el impacto negativo de los videojuegos y concluye en la necesidad de investigar más a fondo la cuestión por el carácter inconcluso de los trabajos precedentes. En la misma línea se halla el trabajo de Funk y Buchman (1997), uno de los muchos que estos dos autores han realizado sobre los efectos de los videojuegos. El análisis que realizaron sobre las investigaciones precedentes revela una falta de conclusiones definitivas al respecto y ratifica la necesidad de profundizar en el tema. Con base en una investigación realizada en los años 80 y 90, Funk, Germann, y Buchman (1997) establecieron también que no hay suficiente investigación de laboratorio que muestre argumentos sólidos para ratificar una relación de causa-efecto entre videojuegos violentos y el aumento de la agresividad infantil.

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