c)
La importancia creciente de la televisión. La mediatización incontrolada
de nuestra experiencia por los mass media es una de las principales
causas de preocupación en nuestros días. Muy especialmente, preocupa
a los científicos la televisión, en tanto que ocupa un lugar hegemónico
en la creación del universo visual que nos rodea y del que diariamente
obtenemos gran parte de los datos que determinan nuestra imaginación,
nuestra concepción general del mundo y de nosotros mismos. La imagen
que nos forjamos de la felicidad viene fabricada industrialmente
por las imágenes televisivas, según la regla que dicta ese medio:
sólo debe aparecer allí como real lo que se deja convertir en espectáculo.
Con esto, la distancia entre lo real, lo imaginario y lo publicitario,
se borra y difumina. Lo que sucede en la pantalla es un puro simulacro,
imágenes de imágenes, que nos proporcionan una apariencia de saber
y un reflejo falseado de nosotros mismos; pero pocos parecen darse
cuenta de ello.
Por
otra parte, los anuncios televisivos -merced a elementos recurrentes
como la música pegadiza, el eslogan o el juego de palabras- se recuerdan
y se asimilan mucho más que el resto de nuestras experiencias cotidianas.
Es precisamente la fuerte carga visual y emocional de los spots
comerciales lo que hace de la publicidad en televisión un vehículo
especialmente eficaz para la transmisión actitudes y estilos de
vida.
No
obstante, esa capacidad de los anuncios para transmitir valores
culturales ha sido interpretada de formas totalmente opuestas. Para
algunos, la publicidad no crea ni impone determinados valores, sino
que refleja fielmente las aspiraciones de la sociedad en la que
se integra. Precisamente porque debe "agradar" a los consumidores,
es de todo punto inconsistente -argumentan- que los anuncios traten
de cambiar las creencias y los ideales de la gente. La publicidad
sería, para estos autores, un mero "espejo" de los valores que ya
están presentes en la vida social; y, en el mejor de los casos,
no haría sino reforzar los valores que cree descubrir en los comportamientos
de los individuos.
Frente
a esta postura, muchos otros autores afirman exactamente lo contrario:
la publicidad tiene una enorme influencia para imponer modas, actitudes
y estilos de vida. La tiene más que ningún otro tipo de discurso
mediático precisamente por su impronta persuasiva y su papel hegemónico
en la comunicación de masas.
A
este respecto, unos y otros parecen coincidir en estos tres aspectos:
a)
La publicidad refleja un diagnóstico de la vida social; porque a
través de los anuncios podemos descubrir las aspiraciones y los
valores de una cultura.
b)
A la vez, la publicidad se convierte en un fabuloso catalizador
de nuestra cultura, porque potencia y mitifica determinados deseos
y valores.
c)
Sin embargo, esto no sucede de modo inmediato ni automático; depende
de los productos que se anuncian y de las sociedades donde se publicitan.
Con
todo, la investigación realizada en los últimos años parece dar
la razón a la segunda postura: la que señala el carácter activo
de la publicidad a la hora de impulsar y promover nuevos valores
sociales.
Ya
en 1986, Richard Pollay había desarrollado su famosa teoría del
"espejo distorsionado". Tras analizar más de 400 anuncios de tres
países, y establecer una tabla de valores que abarcaba 42 valores
transnacionales, Pollay llegó a la conclusión de que la publicidad
no impulsaba por igual los valores de la sociedad en la que se encontraba,
sino que se daba una distorsión. La publicidad era, sí, un espejo
de la sociedad; pero un "espejo distorsionado". He aquí sus palabras:
"No
todos los valores son igualmente aptos para su empleo en los anuncios
publicitarios. Algunos pueden ser más fácilmente asociados a los
productos, otros permiten una mayor visualización (…). Además, algunos
de nuestros valores culturales aparecen en los anuncios mucho más
habitualmente que otros. De tal modo, que si bien es cierto la publicidad
refleja valores culturales, lo hace siempre según criterios estratégicamente
seleccionados: acogiendo y reforzando determinadas actitudes, comportamientos
y valores con mucha más frecuencia que otros. Esto plantea una importante
cuestión metodológica: ¿qué valores son impulsados y cuáles deliberadamente
relegados?" (1986, 32-33).
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