5.4. LA IMAGEN Y LA CONSTRUCCIÓN ESCOLAR DE LA INTELIGENCIA MORAL

Es también en la fase escolar cuando a la posibilidad de usar símbolos para realizar operaciones mentales se le añaden la disminución del egocentrismo y el aumento de la capacidad para comunicarse. El desarrollo de la inteligencia no sólo permite la elaboración de razonamientos lógicamente estructurados, sino también el acceso a los juicios morales. Fueron, precisamente, los trabajos de Piaget y Kohlberg los que destacaron el interés por ese despertar de la sensibilidad ética en torno a los siete años, sosteniendo, y es ésta una opinión que compartimos plenamente, que el desarrollo de los valores morales forma parte de ese proceso racional que coincide con el desarrollo de las funciones cognitivas en la infancia.
           
Parece claro que uno de los objetivos principales de la educación ha de ser el de preparar a los alumnos para los deberes de la vida. Tanto el valor de lo que se enseña como los métodos y recursos utilizados han de ser encaminados hacia ese fin. Se trata, en definitiva, de preparar para la vida social y pública, de acuerdo con los principios democráticos de  tolerancia, que deben regir todas las formas de convivencia. Sin embargo, una educación moral ha de tener un referente filosófico, un ideal de vida a conseguir que no dependa necesariamente de las modas del momento.

La orientación de la conducta ha de seguir una convicción moral, primero razonada y luego asumida. Evidentemente, sin alcanzar cierto nivel de formación cognitiva y sin haberse desprendido de su pensamiento egocéntrico no es posible realizar ciertos juicios que afectan a lo que Kant llamara "la razón práctica", esto es, a la moralidad. Se trata, pues, de un momento en el que, gracias a su nivel de maduración cognitiva, se  podría llegar a superar, tal como sostienen Piaget y Kohlberg, el simplismo absolutista moral de la edad madura infantil y se encontrarían -ya en su fase escolar- capacitados para llegar a entender el punto de vista de los otros.
                       
El absolutismo moral, que debería de corresponder evolutivamente a la etapa infantil establece un abismo infranqueable entre lo que es bueno y malo, entre personas buenas y personas malas. Absolutismo que podría ser superado en la etapa de escolaridad. Efectivamente las capacidades intelectuales desarrolladas a partir de los siete años podrían relativizar esa frontera pero sucede, en este punto, que los esquemas maniqueos de los productos audiovisuales de entretenimiento más bien contribuyen a lo contrario, esto es a perpetuar el esquema primitivo, infantil y elemental de la maldad o de la bondad absoluta.

Piaget (1935), escribió sobre los conceptos morales en la infancia en una fecha en la que la generalmente negativa influencia de la imagen no podía todavía manifestarse. El mundo del cine tenía entonces una incidencia muy marginal sobre la infancia. Piaget (1935), se preocupó, entre otras cosas, de analizar la comprensión evolutiva de la intencionalidad de los actos por parte del niño, estableciendo dos etapas claras y diferenciadas de desarrollo moral:
           

  • Una etapa egocéntrica del niño menor de siete años. El egocentrismo del niño menor de siete años le lleva a hacer apreciaciones morales inmaduras que le llevan a preocuparse más por las consecuencias físicas reales de un acto que por las intenciones que han provocado dicho acto.
  • Una segunda etapa objetiva del niño mayor de siete años. A partir de los siete años comienzan a contar, en las verificaciones de Piaget, más la moralidad de las intenciones que se perseguían con la realización de un determinado acto que sus consecuencias.

¿Se da en los escolares de hoy esa supuesta madurez que Piaget les atribuía a partir de los siete años? Sabemos que el cine de entretenimiento que ven los niños tiende mucho más a la espectacularidad de ciertas acciones que a la preocupación moral por sus motivos. Podemos deducir, por tanto, que la estructura argumental del actual cine de consumo general y escolar no favorece demasiado a esa necesaria construcción de la madurez moral, que queda como una tarea familiar y escolar, en desigual batalla, no obstante, con el poder atractivo de la imagen.
           
Los colegiales de ahora ya no declaran de igual manera que los niños de la época de Piaget, acerca de que lo que ha de llegar a importar  es la intencionalidad moral  de los actos, más que sus consecuencias. Tampoco sobre las reglas que rigen el comportamiento, sobre el hecho de mentir, sobre el respeto a la autoridad de los adultos, sobre el castigo, o sobre la idea misma de la verdad. El valor de la verdad no consiste, para muchos de ellos, en su adecuación o correspondencia con la realidad, sino en su utilidad para alejarles de una experiencia conflictiva o para aproximarles a otra más ventajosa.

En las encuestas por nuestro equipo de investigación y documentación, hemos obtenido respuestas que le podrían resultar sorprendentes a Piaget y a sus coetáneos, pero que resultan bastante corrientes en la actualidad, ya que la valoración de los comportamientos se relativiza extraordinariamente a causa de los tipos de mensajes morales que el cine y la televisión transmiten a los colegiales. En tales respuestas se destaca, de una manera bastante mayoritaria, que lo que importa en realidad no es la intención con que se realiza una acción sino el resultado que se obtiene de ella. Así pues la bondad o maldad del acto se establece en función de si sus resultados son favorables o desfavorables para su ejecutor. Incluso las actitudes inmorales, desconsideradas, o socialmente molestas se admiten de una manera divertida, tanto más cuanto con más audacia se evite la reprobación o el castigo.

De las preguntas sobre la necesidad del establecimiento de reglas de comportamiento no se  deduce en ningún momento que éstas deban establecerse a partir de la comprensión compartida de su necesidad.  Las reglas de conducta, por otra parte, se entienden, principalmente, como consecuencia de una imposición ejercida por la fuerza o por el poder de quien las implanta.  Sólo se admiten y comprenden las reglas cuando se trata de regular un juego deportivo, los otros juegos colectivos (no relacionados con el balompié) prácticamente han desaparecido. En realidad la única noción clara de reglas que tienen los escolares encuestados, en una sociedad en la que el fútbol es una realidad informativa totalitaria e insistente, son las de la práctica futbolística. De manera similar sucede con la idea de respeto a la autoridad, que sólo emana de la coacción y casi en ningún momento se reconoce como una necesidad de la armonía del comportamiento colectivo.
           
La actitud ante el castigo es valorada también en función de la influencia del entretenimiento audiovisual, en cualquiera de sus formas. El establecimiento de las reglas de juego exige la aceptación del castigo que se ve como una cosa conveniente siempre que se aplique contra otros, no escatimando, en ese caso, ningún tipo de imaginación sádica o perversa. De este modo las reglas se entienden, generalmente, no como una asunción moral del comportamiento, sino como parte del entretenimiento audiovisual: concursos, películas, juegos de ordenador o videoconsolas. Los castigos que deben sufrir los participantes que fallan en los concursos son especialmente acogidos con regocijo, tanto más cuanto más supuestamente cruel o ridículo sea el castigo. Es curioso comprobar como la falta de madurez moral conduce a sujetos que se complacen con los padecimientos ajenos y que, como es natural,  son absolutamente tolerantes consigo mismos.
           
No obstante, el cine puede ser un elemento para el desarrollo positivo de la conducta social en la edad escolar si lo transformamos en un importante recurso motivador para la transmisión de valores. Estos valores han de ser previamente instaurados en la dinámica social del grupo como normas y hábitos de comportamiento. Conviene aclarar, en este punto, que las normas se encuentran más dentro del campo de los hábitos y de las actitudes que hay que desarrollar mediante la dinámica social y colectiva, que el de los valores, que suponen un mayor esfuerzo personal intelectual y ético y, por ello, una mayor maduración cognitiva. Los valores suponen también una concepción filosófica de la existencia. El campo de estudio y aplicación de la norma y su consecuente transformación en hábito de comportamiento, es el de la psicología de la conducta; el de los valores es el de la Filosofía, ya que éstos se desprenden, precisamente, de las concepciones filosóficas del mundo, cuya asimilación intelectual, en un supuesto sujeto epistémico, no puede darse antes de la madurez  requerida de los quince años.

 

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