9.2.2. Símbolos y arquetipos

Desde los comienzos ha sido muy frecuente la asociación de los productos a valores simbólicos, pero el modo de presentar esos valores ha cambiado a lo largo del tiempo. En las primeras etapas de la publicidad, como Recuerda Moragas (1976), aunque esto no permita una generalización absoluta, los valores añadidos, asociados al producto, tendían a ser explicativos de sus cualidades objetivas -físico-químicas o del tipo que fueran, mientras que la publicidad moderna se aleja, cada día más, de estas asociaciones informativas, para codificar sus mensajes de acuerdo con asociaciones que hacen referencia al sistema de valores de la cultura (15-17).

El análisis del comportamiento humano ha llevado a los teóricos de la publicidad a formular diferentes modelos de apelación para promocionar los productos. Los modelos propuestos presentan en su conjunto una línea más o menos coherente en la evolución de la publicidad; pues, como cualquier fenómeno cultural, la publicidad está sujeta a la evolución de los tiempos: una evolución que revela el progresivo abandono de la comunicación informativa en beneficio de una comunicación más sugestiva.

A comienzos de la década de los sesenta, la publicidad se orienta cada vez más a convertir los productos en símbolos o arquetipos. Como explica Ramonet (1983):

"Los spots venden sueños, proponen simbólicos atajos para una rápida escalada social; propagan símbolos ante todo y establecen un culto al objeto, no por los servicios prácticos que éste puede prestar, sino por la imagen que de sí mismos llegan a obtener los consumidores. Los spots no venden un lavavajillas, sino confort; no un jabón, sino belleza; no un automóvil, sino prestigio; en cualquier caso, venden standing" (p.66).

La publicidad asocia sus mensajes a valores sociales, motivaciones psicológicas, y complejas simbologías de status social, a las que los productos son adscritos con independencia de sus valores reales. A través del objeto promocionado, la publicidad otorga un sentido a los productos y a los actos: entrega una filosofía de la vida, difunde todo un sistema de valores culturales. El anuncio publicitario centrado sobre un producto -puesto que tal es su función- incluye cada día más una significación precisa sobre el hombre y su mundo.

En la década de los ochenta, según explica Holbrook (1982), la publicidad llega a una fase en que lo que importa de los objetos es su efecto gratificante para el consumidor y las consecuencias emocionales de su uso; así se considera el consumo como un proveedor de placeres sensoriales, ensoñaciones, disfrute estético y respuestas emocionales (132-140).

Por supuesto, en la sociedad actual, los bienes de consumo no se compran prioritariamente por su valor técnico, práctico o funcional, sino por su valor extrafuncional. Los objetos que se nos ofrecen están sobrecargados de significados y de valores que derivan de las más diversas necesidades que el ciudadano de hoy padece, muchas veces a causa de la inseguridad y de la falta de ideales. Puede destacarse como un hecho bastante general la frecuente apelación a valores universales -solidaridad, disciplina, honradez...- del telespectador medio. Pero en cualquier caso, el producto está asociado con un dejar de ser lo que cada uno es para convertirse temporalmente en lo que desea.

En cualquier caso, lo que parece claro, como ha investigado Pollay (1986), es que no todos los valores son igualmente aptos para la publicidad: "Algunos pueden ser más fácilmente asociados a los productos, otros permiten una mayor visualización (…). Además, algunos de nuestros valores culturales aparecen en los anuncios mucho más abundantemente que otros (…). Esto plantea una importante cuestión metodológica: ¿qué valores son impulsados y cuáles deliberadamente relegados?" (p. 32).

De alguna forma se produce en la publicidad un enmascaramiento teleológico, pues prácticamente cada elemento metafísico tiene su traducción de un modo u otro en muchos anuncios: la eternidad de la juventud en tantos anuncios de cosmética, el paraíso natural en los numerosos anuncios con paisajes de ensueños, la omnipotencia en los anuncios donde sólo hay sonrisas, bienestar y estética perfecta (León,1996, p.10); de modo que la publicidad no enseña sino trascendencia al alcance de la mano, pues los valores sumos tienen una fácil traducción mercantil, unas apelaciones de carácter sacro de donde emana en último término el poder de convicción de la publicidad.

 
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