A lo largo de este informe se ha ido haciendo referencia al papel
que juega la mediación de los agentes educativos presentes –o ausentes–
en el hogar para explicar la influencia que la televisión ejerce
en el niño. Parece haber un consenso en que especialmente en las
primeras edades, pero también a lo largo de la infancia y la adolescencia,
la familia es –al igual que en los restantes aspectos del desarrollo
del niño– uno de los agentes mediadores más determinantes en la
relación que el niño establezca con la pequeña pantalla, tanto en
lo que respecta a los tiempos y dietas de consumo, como en los modos
de visionado de los contenidos y los posibles beneficios o perjuicios
cognitivos y morales que deriven de esa relación.
No es sorprendente, ya que estamos hablando del contexto de aprendizaje
y de socialización más importante de todos aquellos en los que nos
desarrollamos a lo largo de nuestra vida; lo que sí podría resultar
sorprendente es el hecho de que la mayoría de los padres afirma
no estar preparada para llevar a cabo una mediación satisfactoria
y efectiva entre la televisión y sus hijos. Una explicación a esa
declarada incompetencia ante el televisor por parte de los padres
podría tener que ver con el hecho de que en éste, como en otros
muchos aspectos de la educación y formación del niño (Álvarez, 1996),
a los padres les está sorprendiendo la celeridad del cambio, que
les hace sentirse inermes y confusos respecto al papel que les toca
jugar en una sociedad que se mueve entre grandes paradojas.
Así, por un lado, parece un hecho asumido por toda la sociedad
que la educación formal –la escuela– se ocupa de la formación
cognitiva de los niños, pero es un hecho comprobado que los
niños que mejor se adaptan a la escuela –y por tanto más probabilidades
tienen de aprovecharse de ella– son aquellos en cuyas familias se
manejan códigos y aproximaciones al conocimiento altamente sinomórficos
con los que se emplean en la escuela (Bullock, 1975; Rutter y Madge,
1976; Tizard y Hughes, 1984; Laosa y Sigel, 1982). La primera paradoja
estriba por tanto en que los padres son, quizá sin saberlo, un pilar
para el desarrollo cognitivo de sus hijos, pero el mensaje que les
llega es que de eso ya se ocupará la escuela.
Por otro, y respecto al peso tradicional de la familia y las comunidades
primarias en la inculcación de normas y modelos de conducta,
la sociedad sigue demandando de los padres una correcta guía moral
de sus hijos, mientras les envía cargas de profundidad en la dirección
contraria al centro mismo de su hogar –en forma de cuestionamientos
de la autoridad paternal y la sanción directa o indirecta a la desarticulación
de la familia que se pueden encontrar en muchos contenidos televisivos–
o a los entornos de socialización del niño y el adolescente (publicidad,
formas de ocio y diversión, etcétera). Nuevamente la investigación
advierte de que los niños que mejor parados salen de su relación
con la televisión son, como ocurría con la escuela, aquellos cuyos
padres despliegan más estrategias de interacción-triangulación con
sus hijos y la pantalla televisiva. De esta segunda paradoja quizá
sean más conscientes los padres, pero ello no les dota de los suficientes
conocimientos ni respaldo para hacerle frente.
El hecho es que los padres se enfrentan a esas dos enormes paradojas
con desigual fortuna y éxito según el bagaje –y habría que decir
el coraje– de formación y capacidad de respuesta que haya en cada
familia, pero en todo caso sin que su empeño sirva en la mayoría
de los casos más que para que la ya difícil tarea de la crianza
de los hijos se convierta en una batalla contra los elementos ante
la cual muchos terminan claudicando o, mejor dicho, ante la cual
suelen ganar los elementos. Se producen así reproches a los padres
sobre el hecho de no ser “lo suficientemente firmes”, o que “abdican
de su papel malcriando a los hijos” o de que “delegan en la escuela
y en la televisión la formación de sus hijos”. Familia, escuela
y televisión, que deberían haberse constituido –como instituciones
sociales que son– en los más firmes aliados para la educación y
la integración en la sociedad de los niños y jóvenes, se dan la
espalda en el mejor de los casos y en el peor se fustigan mutuamente
con reproches cuyos efectos terminan perjudicando al más débil:
el niño. Pero como hemos mencionado ya en otro lugar, padres o familia,
escuela y televisión no son categorías equiparables en términos
de responsabilidad social. Mientras que las últimas son instituciones
educativas (ver nuestra acepción de educación referida a la televisión
en el capítulo siguiente) reguladas y gestionadas públicamente,
y con una capacidad de acción sobre un elevadísimo número de ciudadanos
–virtualmente toda la población– las familias y/o los padres son
instituciones de carácter privado y por tanto con una regulación
y gestión tan variable como número de familias haya1,
con una capacidad de actuación limitada a muy pocos individuos.
Esa asimetría hace especialmente injustas y poco productivas las
acusaciones hacia la familia como última responsable del posible
deterioro cognitivo y moral de niños y jóvenes: la familia está
sola, y cada vez más, ante los ataques de la post-modernidad y la
fragmentación. La educación formal y la televisión tienen detrás
a todo el peso de Estado –y/o de grandes capitales– para regular
y controlar sus currículos educativos y sus ámbitos de actuación.
A la pregunta que se hace Bronfenbrenner (1989) en su informe a
la Unesco “¿Quién cuida de los niños?”, añadimos pues esta otra:
¿Quién cuida de los padres?
De ahí la importancia que tiene que las instancias que pueden intervenir
globalmente lo hagan desde un modelo educativo basado en la investigación
(Álvarez, 1987), ignorando profiláctica y heurísticamente las parcelaciones
académicas o administrativas en “formal” “informal” y “mediático”,
para re-pensar, re-estructurar y armonizar educativamente hablando
la familia, la escuela y los medios, todos ellos agentes educativos.
Lamentablemente, en nuestro país la investigación realizada sobre
las pautas familiares de interacción con el niño ante la pantalla
adolece de una serie de desigualdades respecto al ámbito anglosajón
que es necesario resaltar para comprender la urgencia de emprender
políticas de investigación que lleven a pautas de intervención basadas
en el conocimiento de nuestra realidad.
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