Parte III. CONTEXTOS EDUCATIVOS Y TELEVISIÓN
8. ACTIVIDAD, CULTURA Y MEDIOS. EL IMPACTO DE LA TELEVISIÓN EN LA VIDA CONTIDIANA.

1. El problema de la televisión y su impacto en el niño no puede ser abordado si no se inscribe en una visión eco-cultural del desarrollo infantil.

2. Desde ese punto de vista, la televisión debe contemplarse como un contexto de desarrollo más en competencia o colaboración con los demás agentes y contextos educativos en la vida cotidiana (familia, escuela, comunidad).

3. La presencia de la televisión en el hogar produce reajustes ecológicos que redefinen la agenda de la vida cotidiana del niño y que ponen en marcha distintas trayectorias en su desarrollo en función de la exposición a ella.

4. La televisión es negativa para el niño si su visionado desplaza o elimina las acciones educativas de otros agentes y contextos necesarios para el desarrollo infantil (interacción con la familia y comunidad, juego).

5. La televisión es positiva para el niño si su visionado va acompañado de actividades asociadas y combinadas con otros agentes y contextos: la visión conjunta con los adultos (coviewing) potencia el efecto de los programas educativos y positivos y reduce el impacto de los negativos.

 

8.1. LOS ESCENARIOS CULTURALES Y EL CONTEXTO DE DESARROLLO
8.1.2. Contexto de desarrollo y televisión: sistemas de actividad y organización cultural y social

Los padres de Gorotire llaman a la televisión el “gran duende” y su viejo brujo dice: “La noche está hecha para que los mayores enseñen a los pequeños. La televisión nos ha robado la noche.” (Simons, 1989, p. 36).

Lo queramos o no, el mundo no acaba ya en la plaza del pueblo sino que la televisión forma parte de él. En realidad la distinción entre mundo real y mundo re-presentado o mediado es, en la perspectiva genético-cultural, una distinción capciosa: el mundo humano es un mundo reconstruido, trufando el contexto natural y el mediado, recreado por nosotros. Como decía Vygotski, lo artificial es lo natural del hombre. Ver el mundo humano como un mundo en que lo simbólico penetra para destruirlo es la tesis contraria a la vygotskiana: el mundo animal es un mundo de lo presente en que el mecanismo de la mediación y la re-presentación penetra para re-construirlo. Una visión apocalíptica de los medios y las tecnologías es pues un ejercicio de nostalgia de lo que nunca existió. Pero es evidente que con la capacidad humana para reconstruir representacionalmente el mundo hemos accedido a la capacidad de crear el bien y el mal, como ya señalaba el Génesis.

¿En qué medida nos cambian los medios cuando aparecen? ¿Podemos ser conscientes de este cambio? En buena medida, el ritmo de los cambios afecta a nivel evolutivo a cada nueva generación de manera diferencial (pues las funciones se construyen en un nuevo contexto), pero no son tan apreciables para quienes ya las tienen construidas, y por razones evidentes, no lo son para los niños, para quienes viven por primera vez ese medio, que para ellos es el único existente. Sólo pueden apreciar bien el cambio las culturas que sufren de golpe y pierden repentinamente el dominio de sus escenarios y agenda cotidianos. El jefe samoano Tuaivii de Tiavea aceptó una invitación del antropólogo Scheurmaun a principios de siglo XX para conocer nuestra cultura y decidir si debía o no recomendar a los suyos el aceptarla, decía de nuestro cine:

Es para el Papalagi (el hombre blanco) una gran alegría absorber esas engañosas imágenes. El pobre puede jugar a ser rico y el rico puede jugar a ser pobre [...] Una confusión así tiene que narcotizar y engañar a nuestros sentidos, de modo que creamos las cosas que veamos y no dudemos de la realidad de las cosas que están sucediendo [...] Ser absorbidos por la pseudovida ha llegado a ser una pasión para los papalagi. Una pasión que ha crecido con tanta fuerza que a menudo se olvidan completamente de lo real. Esa pasión es una enfermedad, porque el hombre sano no querría vivir en cuartos oscurecidos, sino que desearía la vida real, cálida bajo el sol brillante. Como resultado de esa pasión muchos papalagi están tan confundidos cuando dejan el cuarto oscuro que ya no son capaces de distinguir la vida real del sustitutivo y creen que son ricos, cuando en la vida real no poseen nada. O se imaginan que son hermosos, cuando tienen cuerpos feos, o cometen crímenes que nunca hubieran cometido en la vida real. Pero ahora cometen esos crímenes porque ya no distinguen realidad de fantasía. Todos vosotros conocéis ese estado propio de los blancos que han bebido demasiada kava europea y que imaginan entonces que están caminando sobre olas (Tuaivii de Tiavea,1991, pp. 42-43).

Pero los medios no sólo actúan sobre la construcción mental de la realidad, sino sobre la realidad misma. De dos maneras: influye en cambios que modifican nuestra vida real, y transforma físicamente el contexto real en que la recibimos. Por ejemplo el sedentarismo, uno de los rasgos más característicos de las sociedades desarrolladas (que implica todas las secuelas médicas y psíquicas de la inactividad: obesidad, riesgo para la salud, desinterés, desatención, etcétera). Ante la creciente obesidad infantil (Dietz y Gortmaker, 1985), se ha apuntado a la televisión como un factor central, tanto en la promoción de las nuevas dietas alimenticias (Horgen, Choate y Brownell, 2001) como en su impacto en los hábitos de ocio inactivo (Álvarez, 1999a).

Si el cine irrumpió en la realidad sacándonos durante un rato de ella para contarnos historias en una sala oscura (ya hemos visto el debate acerca de los efectos sobre la construcción de la realidad de los medios audiovisuales en los capítulos 4 y 5 del Informe), la televisión ha irrumpido en nuestra vida sin sacarnos apenas ecológicamente de ella (como sí lo había hecho el cine o como también lo hicieron antes los templos). La televisión penetra en los sistemas tradicionales de actividad a través de su espacio más abierto (el cuarto de estar). Por todo el mundo: los niños del poblado Gorotire en la Amazonía brasileña ven He-Man y Los Picapiedras igual que los niños españoles y norteamericanos.

Lo que han supuesto los medios en el siglo XX constituye una irrupción realmente masiva en el equilibrio que durante milenios se había mantenido entre mediaciones simbólicas (descontextualizadas, como un libro) y las mediaciones insertas (situadas en el escenario de vida, como la campana de la iglesia, o el crucero en el camino). De una cultura dominada por las mediaciones insertas en el medio, como las que encontramos en un pueblito castellano o mexicano de los años 50, pasamos a otra ecológicamente compleja, en que los entornos se han hecho fragmentados y el mundo simbólico ha crecido exponencialmente. Dominar ambos cambios, el situado y simbólico a la vez, y además reintegrarlos, es una labor a la que debemos dedicarnos para volver a estabilizar los contextos de desarrollo infantil.

Gozzi (1992) ha diferenciado dos líneas de efectos muy distintos según la televisión se inserte en culturas poco trabadas, con un sistema cultural nuevo o poco organizado, o en culturas tradicionales muy estructuradas. Él las denomina de contexto alto o bajo. Afirma Gozzi que en las culturas de bajo contexto la televisión refuerza el contexto y ayuda a estructurarlas (como en los Estados Unidos) mientras que en las tradicionales debilita el contexto y lo deteriora. Podemos considerar a España una cultura sistémicamente fuerte en la terminología de Gozzi. Al menos hasta los años setenta: de entonces a acá se ha iniciado un proceso de transformación de los más rápidos que ha conocido el país, hasta el punto de que puede verse el último cuarto de siglo español como un “experimento cultural” (del Río y Álvarez, 2002). Aún así, quedan muchos elementos de la cultura tradicional. El nivel de sociabilidad y de cultura popular, de contacto social, sigue siendo relativamente alto y, por ejemplo, se muestra una resistencia (saludable) a dejar de ver la televisión en familia y de manera compartida.

Pero el concepto propuesto por Gozzi no es estable: culturas de contexto alto pueden perderlo. Liliane Lurçat (1995) señala que la televisión ha enmarcado ya culturalmente la vida del niño preescolar francés. Precisamente en las culturas de contexto bajo, el niño buscaría la seguridad de lo que se repite, la ritualización de la escucha y la dependencia.

La televisión está pues dando algo que antes estaba en otros lugares de la vida: en el portal, la plaza, la familia extensa, la comunidad. No es sólo la televisión el factor estructurante: si juega ese papel es porque el sistema cultural de algún modo ha facilitado que se lo apropie.

Debemos por ello señalar que no es posible investigar las relaciones de una sola variable sobre un sistema si no se cuenta con un modelo global de éste. Un sistema se caracteriza porque con el mínimo de piezas cumple muy eficientemente un amplísimo espectro de funciones. Los sistemas tradicionales cumplen varias funciones básicas alrededor de un sólo mecanismo o ritual (pensemos en el lavadero: se lavaba la ropa, se informaba sobre la comunidad, se regulaban los planes del día siguiente, se veía a los vecinos y amigas...). La lavadora sólo cumple una función, en sus aspectos instrumentales con más eficiencia y más cómodamente que el sistema tradicional, pero a cambio despoja al usuario del sistema de co-actividad e inter-actividad en que estaba integrado el hecho de lavar en el sistema tradicional.

No se trata de hacer un análisis nostálgico, sino sistémico: los nuevos procesos deben proporcionar al menos la misma riqueza funcional que los viejos y el conjunto de cambios debe de algún modo de recomponer un sistema completo, robusto y eficiente. Convendría pues ligar la investigación funcional de los efectos de los medios de comunicación al análisis de los sistemas de actividad que se ha realizado tanto desde la psicología ecológica y sociocultural como desde la antropología (Bronfenbrenner, 1987; Lave y Wenger, 1991; o Elkonin, D. B., 1987 y Elkonin, B. D., 1994; Álvarez, 1990, 1994 y 1996).

 

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