Los padres de Gorotire llaman a la televisión
el “gran duende” y su viejo brujo dice: “La noche está hecha
para que los mayores enseñen a los pequeños. La televisión nos
ha robado la noche.” (Simons, 1989, p. 36).
Lo queramos o no, el mundo no acaba ya en la plaza del pueblo sino
que la televisión forma parte de él. En realidad la distinción entre
mundo real y mundo re-presentado o mediado es, en la perspectiva
genético-cultural, una distinción capciosa: el mundo humano es un
mundo reconstruido, trufando el contexto natural y el mediado, recreado
por nosotros. Como decía Vygotski, lo artificial es lo natural del
hombre. Ver el mundo humano como un mundo en que lo simbólico penetra
para destruirlo es la tesis contraria a la vygotskiana: el mundo
animal es un mundo de lo presente en que el mecanismo de la mediación
y la re-presentación penetra para re-construirlo. Una visión apocalíptica
de los medios y las tecnologías es pues un ejercicio de nostalgia
de lo que nunca existió. Pero es evidente que con la capacidad humana
para reconstruir representacionalmente el mundo hemos accedido a
la capacidad de crear el bien y el mal, como ya señalaba el Génesis.
¿En qué medida nos cambian los medios cuando aparecen? ¿Podemos
ser conscientes de este cambio? En buena medida, el ritmo de los
cambios afecta a nivel evolutivo a cada nueva generación de manera
diferencial (pues las funciones se construyen en un nuevo contexto),
pero no son tan apreciables para quienes ya las tienen construidas,
y por razones evidentes, no lo son para los niños, para quienes
viven por primera vez ese medio, que para ellos es el único existente.
Sólo pueden apreciar bien el cambio las culturas que sufren de golpe
y pierden repentinamente el dominio de sus escenarios y agenda cotidianos.
El jefe samoano Tuaivii de Tiavea aceptó una invitación del antropólogo
Scheurmaun a principios de siglo XX para conocer nuestra cultura
y decidir si debía o no recomendar a los suyos el aceptarla, decía
de nuestro cine:
Es para el Papalagi (el hombre blanco)
una gran alegría absorber esas engañosas imágenes. El pobre puede
jugar a ser rico y el rico puede jugar a ser pobre [...] Una confusión
así tiene que narcotizar y engañar a nuestros sentidos, de modo
que creamos las cosas que veamos y no dudemos de la realidad de
las cosas que están sucediendo [...] Ser absorbidos por la pseudovida
ha llegado a ser una pasión para los papalagi. Una pasión
que ha crecido con tanta fuerza que a menudo se olvidan completamente
de lo real. Esa pasión es una enfermedad, porque el hombre sano
no querría vivir en cuartos oscurecidos, sino que desearía la
vida real, cálida bajo el sol brillante. Como resultado de esa
pasión muchos papalagi están tan confundidos cuando dejan
el cuarto oscuro que ya no son capaces de distinguir la vida real
del sustitutivo y creen que son ricos, cuando en la vida real
no poseen nada. O se imaginan que son hermosos, cuando tienen
cuerpos feos, o cometen crímenes que nunca hubieran cometido en
la vida real. Pero ahora cometen esos crímenes porque ya no distinguen
realidad de fantasía. Todos vosotros conocéis ese estado propio
de los blancos que han bebido demasiada kava europea y que imaginan
entonces que están caminando sobre olas (Tuaivii de Tiavea,1991,
pp. 42-43).
Pero los medios no sólo actúan sobre la construcción mental de
la realidad, sino sobre la realidad misma. De dos maneras: influye
en cambios que modifican nuestra vida real, y transforma físicamente
el contexto real en que la recibimos. Por ejemplo el sedentarismo,
uno de los rasgos más característicos de las sociedades desarrolladas
(que implica todas las secuelas médicas y psíquicas de la inactividad:
obesidad, riesgo para la salud, desinterés, desatención, etcétera).
Ante la creciente obesidad infantil (Dietz y Gortmaker, 1985), se
ha apuntado a la televisión como un factor central, tanto en la
promoción de las nuevas dietas alimenticias (Horgen, Choate y Brownell,
2001) como en su impacto en los hábitos de ocio inactivo (Álvarez,
1999a).
Si el cine irrumpió en la realidad sacándonos durante un rato de
ella para contarnos historias en una sala oscura (ya hemos visto
el debate acerca de los efectos sobre la construcción de la realidad
de los medios audiovisuales en los capítulos 4 y 5 del Informe),
la televisión ha irrumpido en nuestra vida sin sacarnos apenas ecológicamente
de ella (como sí lo había hecho el cine o como también lo hicieron
antes los templos). La televisión penetra en los sistemas tradicionales
de actividad a través de su espacio más abierto (el cuarto de estar).
Por todo el mundo: los niños del poblado Gorotire en la Amazonía
brasileña ven He-Man y Los Picapiedras igual que los
niños españoles y norteamericanos.
Lo que han supuesto los medios en el siglo XX constituye una irrupción
realmente masiva en el equilibrio que durante milenios se había
mantenido entre mediaciones simbólicas (descontextualizadas, como
un libro) y las mediaciones insertas (situadas en el escenario de
vida, como la campana de la iglesia, o el crucero en el camino).
De una cultura dominada por las mediaciones insertas en el medio,
como las que encontramos en un pueblito castellano o mexicano de
los años 50, pasamos a otra ecológicamente compleja, en que los
entornos se han hecho fragmentados y el mundo simbólico ha crecido
exponencialmente. Dominar ambos cambios, el situado y simbólico
a la vez, y además reintegrarlos, es una labor a la que debemos
dedicarnos para volver a estabilizar los contextos de desarrollo
infantil.
Gozzi (1992) ha diferenciado dos líneas de efectos muy distintos
según la televisión se inserte en culturas poco trabadas, con un
sistema cultural nuevo o poco organizado, o en culturas tradicionales
muy estructuradas. Él las denomina de contexto alto o bajo. Afirma
Gozzi que en las culturas de bajo contexto la televisión refuerza
el contexto y ayuda a estructurarlas (como en los Estados Unidos)
mientras que en las tradicionales debilita el contexto y lo deteriora.
Podemos considerar a España una cultura sistémicamente fuerte en
la terminología de Gozzi. Al menos hasta los años setenta: de entonces
a acá se ha iniciado un proceso de transformación de los más rápidos
que ha conocido el país, hasta el punto de que puede verse el último
cuarto de siglo español como un “experimento cultural” (del Río
y Álvarez, 2002). Aún así, quedan muchos elementos de la cultura
tradicional. El nivel de sociabilidad y de cultura popular, de contacto
social, sigue siendo relativamente alto y, por ejemplo, se muestra
una resistencia (saludable) a dejar de ver la televisión en familia
y de manera compartida.
Pero el concepto propuesto por Gozzi no es estable: culturas de
contexto alto pueden perderlo. Liliane Lurçat (1995) señala que
la televisión ha enmarcado ya culturalmente la vida del niño preescolar
francés. Precisamente en las culturas de contexto bajo, el niño
buscaría la seguridad de lo que se repite, la ritualización de la
escucha y la dependencia.
La televisión está pues dando algo que antes estaba en otros lugares
de la vida: en el portal, la plaza, la familia extensa, la comunidad.
No es sólo la televisión el factor estructurante: si juega ese papel
es porque el sistema cultural de algún modo ha facilitado que se
lo apropie.
Debemos por ello señalar que no es posible investigar las relaciones
de una sola variable sobre un sistema si no se cuenta con un modelo
global de éste. Un sistema se caracteriza porque con el mínimo de
piezas cumple muy eficientemente un amplísimo espectro de funciones.
Los sistemas tradicionales cumplen varias funciones básicas alrededor
de un sólo mecanismo o ritual (pensemos en el lavadero: se lavaba
la ropa, se informaba sobre la comunidad, se regulaban los planes
del día siguiente, se veía a los vecinos y amigas...). La lavadora
sólo cumple una función, en sus aspectos instrumentales con más
eficiencia y más cómodamente que el sistema tradicional, pero a
cambio despoja al usuario del sistema de co-actividad e inter-actividad
en que estaba integrado el hecho de lavar en el sistema tradicional.
No se trata de hacer un análisis nostálgico, sino sistémico: los
nuevos procesos deben proporcionar al menos la misma riqueza funcional
que los viejos y el conjunto de cambios debe de algún modo de recomponer
un sistema completo, robusto y eficiente. Convendría pues ligar
la investigación funcional de los efectos de los medios de comunicación
al análisis de los sistemas de actividad que se ha realizado tanto
desde la psicología ecológica y sociocultural como desde la antropología
(Bronfenbrenner, 1987; Lave y Wenger, 1991; o Elkonin, D. B., 1987
y Elkonin, B. D., 1994; Álvarez, 1990, 1994 y 1996).
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