En su manual sobre el niño y los medios de comunicación, Dorothy
y Jerome Singer (2001b) resumen los temas sociales que marcan las
principales entradas o titulares de la influencia social de la televisión
que se han ido asentando entre la opinión pública y los investigadores:
¿Puede influir el ver la televisión en procesos
constructivos como una mejor preparación para la escuela, o el
asentamiento de valores como la cooperación, la solidaridad, y
la civilidad compartida? ¿Existen aspectos de la televisión y
de otros medios asociados a ella que puedan causar influencias
socialmente indeseables sobre los niños, tales como el fomento
de miedos patológicos, de agresiones incontroladas, problemas
de identidad, problemas de interacción familiar, materialismo
excesivo, desviaciones o conflictos sexuales? ¿Qué impacto tiene
el ver la televisión sobre los hábitos de salud, el consumo de
drogas o las pautas de alimentación; o sobre las actitudes y los
prejuicios sociales, el materialismo e incluso sobre la moralidad
básica? (Singer y Singer, 2001a, p. 1)
Además, si se revisan las temáticas de preocupación social donde
más han escrito los investigadores sobre la influencia social de
la televisión se encuentran un conjunto de designaciones de tipologías
de producto televisivo (“realities”, publicidad, entretenimiento,
familiares, programas con contenidos violentos, de terror, pornográficos…)
que se asocian –casi siempre en negativo– a problemas sociales:
violencia, sexo, drogas, familia, diferencias de sexo, alimentación
y problemas de salud, etcétera. Estas consideraciones nos introducen
en un conjunto de problemas del desarrollo funcional distintos –aunque
relacionados con ellos– de los que hemos considerado en los tres
capítulos anteriores. Aquéllos se referían a funciones y capacidades
cognoscitivas o del desarrollo intelectual, éstos a funciones de
carácter “directivo” o de “orientación” –por emplear la terminología
de Luria (1978, 1979)–. Es decir, se trata de funciones que permiten
al sujeto orientar su actividad, darle sentido y dirigirla a un
fin. Podríamos decir que mientras que éstas funciones marcan la
finalidad de la conducta, las cognitivas ponen los medios, o que
mientras éstas aportan el sentido de la vida, las cognoscitivas
se ocupan de gestionar su significado.
Es evidente que ambos tipos de funciones operan de manera integrada,
y que sería simplista establecer una separación más allá de los
requerimientos metodológicos. Sin embargo, el último tercio del
siglo pasado estuvo marcado por un fuerte énfasis instrumental que
supuso apreciables avances en la investigación y promoción de las
funciones cognoscitivas e, indirectamente, un estancamiento de la
investigación y la educación de las funciones de orientación y ejecución.
Los hechos y el repertorio de problemas psíquicos y sociales con
que se enfrenta la sociedad contribuyen a recordarle de manera inquietante
este desequilibrio. A la lista de tópicos que acabamos de citar,
en que se concentra la investigación de los problema asociados con
la televisión podríamos añadir otra igualmente significativa de
problemas que se repiten en la agenda de preocupaciones educativas
y sociales: desatención, desinterés, indisciplina, creciente porcentaje
de chicos en la franja de riesgo, consumismo, sedentarismo, incremento
de la delincuencia, de la violencia, sectarismo, conflictos de identidad
personal y cultural...
Esta larga lista de precariedades en el desarrollo, cambiante quizá
en cada época histórica pero siempre más o menos larga, habla en
realidad de los problemas del currículum socio-moral de nuestra
cultura en este momento histórico. De algún modo se ha supuesto
que las funciones y capacidades socio-morales se desarrollarían
de manera automática sin necesidad de preocuparse por ellas, bien
desde dentro –madurativamente–, o bien desde fuera, gracias a fuerzas
sociales que se suponen estables, como la comunidad o la familia
(ver capítulo 9). Pero el contexto humano de desarrollo ha cambiado
y sigue cambiando y, a la luz de los datos, ni la maduración interna
ni las fuerzas sociales implícitas externas parecen garantizar este
desarrollo y obviar este problema.
Hace más cuatro siglos y medio, ante el impacto sobre la organización
epistémica del mundo conocido que trajo el encuentro con los pueblos
de América en la universidad española de entonces, el español Acosta
proponía la reorganización de las ciencias humanas. Acosta se planteaba
entonces la investigación de diferentes mentes o modelos humanos.
La legitimidad de las nuevas culturas defendida desde la nueva propuesta
del derecho de gentes o derecho indiano acuñado en Salamanca (Vitoria,
1967; de las Casas 1967; Acosta, 1576) lleva a dos grandes
preguntas científicas: una, conocer la naturaleza de las nuevas
tierras; la otra, conocer la naturaleza de los nuevos pueblos y
desarrollar modelos para una acción social y moral en el nuevo
escenario humano. Acosta establecía entonces la distinción que
se seguirá en Europa en la edad moderna entre ciencias naturales
y ciencias sociales y morales. Aún abriendo generosamente el territorio
de la ciencia natural, Acosta y las otras figuras de la ciencia
española del XVI atribuían una clara primacía a las ciencias humanas
y morales para poder comprender a las otras culturas y para guiar
las acciones humanas, religiosas y políticas en aquel nuevo mundo
intercultural.
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